martes, 30 de octubre de 2012

Nicario Jiménez Quispe - artesanía, retablo, pintura, arte popular




De  Alamenca a  Pedro de Osma 
llegó Nicario Jiménez a vender sus retablos. 
Vino cargado de maderas, tintes, tierra de colores, yeso, papa chancada, 
su mujer llena de trenzas y equipajes y sus dos hijos. 
Para hacer retablos. Nada más. 



Nicario Jiménez nació en 1957 en la aldea de Alcamenca, en Ayacucho, Perú, alto de los Andes. Él ha dedicado su vida a hacer los tradicionales retablos Andinos , que son pequeñas cajas de madera llenas de figuras, animales y otros objetos que cuentan una historia. Sacerdotes españoles los utilizaron para enseñar acerca de santos católicos. El sr. Jiménez un fabricante de retablos de cuarta generación,  aprendió la tradición de su padre y su abuelo. También estudió escultura en varias universidades en el Perú. Los retablos de Nicario representan eventos religiosos, históricos y cotidianos. Pueden ser humorísticos o políticos. Sus obras se basan en su arte Andino prehispánico e influencias familiares. 




 Él realiza las figurillas en de sus retablos a mano, de una mezcla pastosa de patatas hervidas y polvo de yeso. Su trabajo ha aparecido en exposiciones de gran museo, incluyendo el Instituto Smithsoniano, donde es parte de la colección permanente. Nicario ha impartido clases y conferencias en universidades internacionales, y su obra se encuentra en numerosas colecciones de arte de prestigio. Sr. Jiménez vive ahora en Naples, Florida, donde crea retablos que cuentan historias diversas, de las luchas de los inmigrantes latinos a escenas de vecindarios hispanos en el sur de la Florida. A través de sus obras, Nicario Jiménez, el "artista de los Andes," ha compartido su forma de arte popular del retablo con audiencias en todo el mundo.



Los RETABLOS o DIORAMAS




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Florentino Jiménez, alcamenquino hasta las uñas de los pies, vivió siempre con la idea que lo que él hacía en su provincia de Víctor Fajardo, en Ayacucho, eran cajones "San Marcos". Eso fue lo que siempre le dijeron sus padres cuando aprendió el oficio. Y en esa idea crio después a sus siete hijos. Sobre todo al mayor, a Nicario. 



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Le enseño a juntar las maderas hasta formar una especie de caja con puertas. Después le dijo que había que dividir esa caja en dos partes. El cielo y la tierra. Así se hacía un San Marcos. Arriba había que poner a los santos. Primero iba San Marcos que era patrón del ganado vacuno. Luego San Lucas, patrón de las llamas. A su lado estaba San Juan, patrón de las ovejas. El siguiente era San Antonio, patrón de los arrieros y para terminar Santa Inés, señora de las cabras. Y así, todos juntos y revueltos, daban inicio a la celebración terrenal que se hacía un piso más abajo. En lo que ellos llamaban la tierra. Allí estaban todos. Los ganados que se iban a marcar, estaban los campesinos junto a los patos, los carneros, el cóndor y las vizcachas.



  
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Rezando frente a las ofrendas extendidas en unos manteles hilados, blancos como una nube sin lluvias. Florentino Jiménez ponía cada muñeco en su sitio. Las esposas de los campesinos bailando en la yunsa y también al abigeo condenado y a su esposa pidiendo perdón a las autoridades. Así quedaba listo el San Marcos para venderlo a quien vaya a marcar sus ganados delante del Wamani que son los cerros. Y todos creían en eso. En que era necesario tener un San Marcos para que la tierra esté contenta de saber que todo el mundo le tiene respeto y para que se alegre más todavía cuando todos los de la comunidad le hagan una fiesta inmensa, lleven a la autoridad, al cura y a los maestros y celebren hasta quedar bien borrachos y felices. 





  
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Cuando Nicario tenía siete años, su padre lo llevaba y lo traía, lo subía y lo bajaba de pueblo en pueblo haciendo trueque con los San Marcos. A cambio de uno, la gente de las comunidades le daban ovejas, carneros, gallinas, cuyes y a veces chanchos. Por eso su vida se desarrolló siempre en torno a esos cajones. Como si viviesen dentro de uno de ellos. Así fue creciendo Nicario Jiménez hasta que un buen día su padre lo llevó de viaje a Huamanga. La capital. 



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Todo una contecimiento. Un escándalo, felicidad suprema, tan feliz como cuando su mamá preparaba pachamancas. O cuy. Así se sintió al llegar a la capital ayacuchana para quedarse con los ojos abiertos y la boca apretada cuando vio que un montón de San Marcos inundaba la ciudad metidos en unas casas que la gente del lugar llamaba tiendas. Y para sentir más sorpresa todavía cuando le dijeron que lo que allí estaba, con pinta de ser un San Marcos, pintado como si fuera un San Marcos, lleno como se llenan los San Marcos y divididos como su padre le había dicho que se dividían los San Marcos, no era un San Marcos. Era un retablo. Era, como le dijo una vendedora a un gringo: "cultura popular". 



  
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Así había cambiado la historia del San Marcos. Antes utilizado como instrumento mágico religioso de los pueblos. Presente en toda marcación del ganado. Y ahora hecho "retablo" y vendido a buenos precios en todas las tiendas ayacuchanas. 



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Y Nicario y su padre vieron que vender retablos no era ni mala idea ni mal negocio. Entonces modificaron un poco los temas. Pusieron arbolitos, gente bailando alrededor de él, con licor en la mano y ya era una yunsa. O sino cuentos. Y a Nicario se le ocurrió hacer un retablo contando la historia del zorro y el cóndor. Una que su mamá le contó una noche antes de meterse a la cama. Una que decía que el zorro y el cóndor eran compadres y el cóndor por sacarle pica al zorro le dice que en el cielo hay una fiesta donde están invitados todos los animales que vuelan. Entonces el zorro para no quedarse con las ganas le dice al cóndor: déjame ir en tu lugar y yo te cazo un carnero...





Así quedaron hasta que llegó el día de la fiesta. El cóndor lo lleva volando y lo deja en medio de toda la celebración. Y el zorro feliz se manda un borrachera que lo dejó privado en una de las nubes. Cuando se despertó ya todo el mundo se había ido. Volando. Entonces el zorro se puso pálido como si tuviera mal del estómago, y le pidió ayuda al conserje de Dios que era un pajarito bien bonito. Él le dijo: lo único que te queda es tirar una soga hasta la tierra y bajar por allí. Y justo cuando estaba bajando se le cruza un loro y el zorro, cual ganso, se rio de su nariz así toda chueca. El loro, obviamente, no aguantó la broma, y le cortó la soga con su pico y el zorro cayó de nariz a la tierra, despanzurrándose...




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Así quedó el retablo. Con el zorro despanzurrado y el loro riendo en los aires. Todo el cuento en un solo San Marcos, o en su solo retablo. Lo mismo da. La misma chola con otro calzón. Solo que esta nueva creación iba aumentando en precio porque sus compradores no eran campesinos sino turistas. Por eso Nicario y su padre metieron en retablos cosas de la vida diaria que siempre gustan a los gringos: las fiestas patronales, la siembra de la papa, la cosecha del maíz, la semana santa. Y todo lo demás. 




Porque todo eso vendía. Por eso, Nicario se fue a vivir a Huamanga en el 69 y allí terminó el colegio, ingresó a la Universidad San Cristóbal y también la abandonó. Aprendió, claro, a hablar en castellano, porque en su pueblo de Alcamenca sólo se hablaba quechua y después se dedicó a vender lo que él sabía hacer: retablos. 




"Primero -dice Nicario— se elige el tema, porque en base a eso se moldean las figuras. Después, mi padre me enseñó a mezclar la harina de trigo, o el machacado de papa con bastante yeso y cuando ya esté como si fuera chicle, se moldea con un palito las figuras que tu quieras. Se las deja secar, en invierno esto puede tardar días enteros, pero en verano seca unas horas. Después se le viste al muñequito con la misma mezcla, se le ponen sus zapatos, sus ropas y se le vuelve a dejar secar. Otro día más. Y cuando esté todo bien duro, bien fuerte se le pinta con tierra de color.


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Cuando seca la pintura se hace lo más difícil que es el sombread, las chapitas, los tonos, para que no se vean pálidos y feos. Después ya se hace el cajón, se macilla, se pinta de blanco y se le hacen los filos rojos. Porque todo retablo tiene filos rojos, sino no es retablo. El rojo significa que el retablo es macho, y quiere decir también que nadie olvida la sangre del ganado que cae a la tierra. 





Otro de los mitos que Nicario Jiménez ha representado en sus nuevos retablos es el del Pagapu. Una ofrenda que se le tiene que hacer a la tierra con todas las de la ley. O sea a lo grande. Y si no se realiza pues en la noche se le aparece a una de las pastoras del pueblo, un hombre blanco, barbudo con cara de pishtaco, que se burla de ella y la asusta. Eso cuenta Nicario, en su casa actual de Pedro de Osma de Barranco, Sitio lleno de Juanitos, Tabernitas, pequitas en el pecho, y potitos levis.


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Allí en medio está Nicario, con su casa llena de retablos, pegados en las paredes, encima de las mesas y pintados en las paredes hasta parecer que ellos son uno de los muñecos que viven en aquellos cajones pintados de flores grandes y bordeadas de rojo. Y desde allí lanza sus últimas creaciones. Los mártires de Uchuraccay, las matanzas de su pueblo, y ahora último, metido dentro de lo que pasa en Lima ha hecho retablos con la escases del pan, la subida de pasajes y todo lo demás. Hay uno con balcones llenos de candidatos de la época electoral. 




Y así. Por eso sus hijos no se han quedado atrás. La colección de la familia se incrementa con lo que ellos hacen desde que tenían siete años. Retablos que representan la venta del dólar, las huelgas que pasan en la televisión. Los rochabuses. Y seguro así van a llegar hasta hacer retablos supersónicos, y los orígenes de Florentino Jiménez, con sus San Marcos, al hombro que vendía a través de todos los pueblos de su provincia, van a quedar bien en el recuerdo. Tan lejos que solo él, el viejo Florentino, metido ahora en una casa de Mangomarca, en Lima, podrá contarle la verdadera historia a sus nietos, a sus vecinos, a su mujer





Hasta que se le vaya la vida. Junto a su San Marcos. Y tan lejos de su tierra de Alcamenca. Donde no llegan los carros. Sólo los burros. Porque son fuertes. Como ellos. Como lo recuerda ahora el Florentino. Adentro de su casa en el jirón Los Geroglíficos, a la altura de la cuadra quince de la Gran Chimú, volteando a la izquierda como cuatro cuadras. Justo en la entrada a Mangomarca. Y de allí a la derecha. La primera casa. Allí lo encuentran. Está sentado y acordándose de lo que era hace tiempo su San Marcos. Para no olvidarse. 






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